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14 de noviembre de 2015

Cuando el pasado llamado “Calamidad” me llevó al piedrero

Desde hace un año llevo un lento proceso de recuperación de mi tobillo en que el miedo fue uno de mis mayores limitantes, hasta que un recuerdo ajeno por unas fotos me llevó hasta al el mejor de los sitios que frecuento desde mi infancia. La sensación de ese miedo desapareció.

A consecuencia de un accidente deportivo, de tres meses de recuperación y algunos más de rehabilitación, supe que mi tobillo no quedaría igual a pesar de las previsiones realizadas por la fisioterapista. El miedo de caminar por lugares “peligrosos” me mantuvo en una rutina de mirar cada lugar en que pondría mi pie y si miraba riesgo, simplemente buscaba otro camino.

Vista de norte a sur de Puerto Cayo, al sur de Manabí. Al fondo
el acantilado del piedrero.
Ocurrió que durante un feriado tuiteaba desde aquella playa que me vio crecer y a la que miro constantemente, subí fotos de la arena y la manera en que las olas abrazaban por instantes, constante, a la arena; tal como es habitual, en esa red social, alguien comentó una de mis fotos con un simple pero contundente: “… en esa playa pasé todas las vacaciones de mi juventud.”

Una respuesta de esa magnitud necesitaba, quise, responder y así lo hice. Las normales preguntas de cómo, cuándo y cómo así; la tuit conversación avanzó por los senderos normales que usan dos tuiteros que se siguen mutuamente y que, quizás, antes de ese día, nunca interactuaron.

Así me pasó con @Quitenamona, no recuerdo que antes de ese día haya interactuado con ella, es parte de mi TL y sí la tenía presente, la leía por sus interesantes y reflexivos aportes, a veces de la vida cotidiana y otras del mundo en que vivimos; estaba allí, entre mis lecturas pero nada más.

“Calamidad”, como se hace llamar, me comentó algo de su pasado en esa playa y, me aseguró en aquella conversación, que le gustaba ir a un sitio en que había muchas piedras; sin pensarlo dos veces le dije el nombre del sitio: el piedrero, frente al islote Pedernales, en Puerto Cayo, al sur de Manabí (Ecuador).

Vista general del piedrero, al fondo a la derecha el islote Perdernales.
El piedrero, nombre popular que se le ha dado a ese sitio, está al pie de los acantilados que forman parte de la extensa franja costera en esa parte de la provincia y al que es posible acceder con tranquilidad cuando baja la marea. Deja mirar un espectacular y solitario escenario.

En un misterioso acto transformador y sin pensar en consecuencias, me comprometí con “Calamidad” a ir al día siguiente al piedrero para hacer unas fotos y mostrarle como estaba dicho lugar, considerando que me había comentado que desde hace mucho no había regresado a ese lugar de su adolescencia.

Fui, caminé al menos un kilómetro con tranquilidad por la playa, la marea ya había bajado, y las grandes plataformas de piedras sobresalían en el constante ir venir de las olas, la otra parte se dejaba caminar; el miedo en mi revivió, decidí hacer de lejos las fotos prometidas… sentí que no había razón para más.

Con cada foto me fui adentrando en ese mundo de piedras que hasta hace pocas horas había estado bajo el mar, verdosas, resbaladizas y semi secas.

Piedras verdosas y resbaladizas que complementan tan
maravilloso espectáculo.
Con cada foto mis pies buscaban seguridad para encontrar mejores tomas. La sensación de aventura me invadió, de aquella de mi juventud, de esa que mi hizo llegar por primera vez a ese lugar hace más de cuatro décadas. A cada paso con los acantilados a mis espaldas, frente a mí el mar y a mi alrededor solo el bramido de las olas al chocar contra las rocas. Fue el otro mundo al que regresé.

Mis pies tanteaban las piedras antes de asentase, mi tobillo reaccionaba con seguridad pero el miedo está allí y listo para ser vencido, le di la oportunidad y fue ocurriendo con cada nuevo espectáculo que miraba y quería fotografiar.

Durante casi 30 minutos estuve en este lugar, disfrutando de la batalla que había ganado, mientras captaba algunas fotos. Me sentí seguro sobre mi tobillo y pero no percibí ningún dolor.

Esta sensación de alivio me permitió no solo observar los detalles del mar, de las piedras, de las olas del infinito horizonte marino, sino también lo majestuoso de un acantilado que se le notaba sensible y fuerte; por causalidad unas aves volaban frente a esas paredes… se deslizaban en miedo del viento.

Casi no se ve el gallinazo flotando, pero allí está.
Siempre será maravilloso ver el vuelo lento de un gallinazo y estaba allí, viajando sin mover sus extendidas alas y dejándose llevar por alguna brisa. Vino una foto sin mucha esperanza de lograr captar de cerca ese contraste entre piedra, plumas y viento.

Regresé sobre mis pasos, caminando sobre la arena, con seguridad y sin esa esa sensación de titubeo que mucho tiempo estuvo acompañando mis andanzas y despertares.

En este caminar de regreso a mi casa, en esos 20 minutos de tranco fuerte y decidido sobre la arena, recordé las razones por las fui para allá y de Calamidad Morales que sin saber nada había aceptado mi oferta de pasarle unas fotos.

Frente a mi computador y con mi cuenta activa inicié el proceso de subir las fotos ofrecidas a @Quitenamona, una a una con una mención, pero al escribir no estaba poniendo simples palabras, puse en cada letra y cada adjunto mi retribución por, sin haberlo planificado, haberme llevado hacia una batalla que estaba pendiente. Fue la persona indicada, en el lugar indicado y con los recuerdos indicados.

Crédulo de los mágicos acontecimientos de este mundo, hoy doy pasos físicos que me dan señales que pronto mi tobillo pueda estar totalmente curado. No por el piedredro, no por la caminata, sino por haber aceptado las palabras de una actual desconocida que quizás en el pasado nos conocimos en aquel lugar. Un misterio que no pienso desentrañarlo ni cuestionarlo.

Con la última foto que le pasé para hacerle recordar una parte de su pasado, simplemente me dijo: “…mil gracias de verdad.” Pero soy yo quien está agradecido por el presente y futuro que medio @Quitenamona. 

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