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4 de septiembre de 2016

Mi primer café en esa conocida tierra de misteriosas fuerzas

Mi café en un lugar en que nunca antes había estado, a pesar
que ya conocía esos alrededores al pie de una montaña.
Entre tantos consejos de viajes que leo de manera constante, existe uno que me hizo regresar a un episodio de mi pasado que no lo había considerado importante; no fue un café más en mi vida.

“Una vez al año, viaja a algún lugar en el que nunca hayas estado antes”, esta frase se le atribuye a Dalai Lama; ahora que llega el tercer trimestre de este 2016 creí que este año nunca había llegado a ese lugar. Estuve equivocado.

En mi actual existencia hay un antes y después con lo que viví el terremoto del 16 de abril de 2016 en Manabí que, de alguna manera, se convirtió en otro viaje a un desconocido escenario sin moverme de mi entorno natural.

Antes de ese trágico momento, en enero del 2016, tomé mi mochila y me fui para Quito, allá me esperaba el lugar al que siempre regreso pero esta vez tuvo el componente  ‘misterio’, pues llegaría para desvirtualizar a una amistad construida a punto de tuits.

Mi sombrero y yo llegamos a Quito, envueltos en el misterio
de no saber nada de lo que nos deparaba este viaje.
Aquel sábado de mi llegada todo transcurrió con la normalidad planificada, saludos y nos sorprendimos de conocernos, conversar, disfrutar música en vivo, teatro y una serie de actividades emocionantes. Se acabó ese tiempo y empezó otro.

Durante dos horas viajamos, entramos en alguna propiedad de la que poco se podía mirar por la oscuridad y por mi puesto en la parte posterior del auto. Al final del camino el panorama cambió y sentí y miré que estaba en un lugar desconocido para mí.

Cuando mis pies pisaron tierra, mis ojos no miraron alrededor sino que se alzaron al cielo para mirar el gran techo de estrellas, que solo se puede observar cuando se está lejos de las ciudades y donde prevalece la luz nocturna de la ruralidad.

Hace el frío normal de Cayambe en una noche despejada sin Luna, yo lo siento más fuerte por mi costumbre de vivir en la zona tropical, pero no lo huyo; la magia de sentirme en este escenario me hace entrar al mundo desconocido de lo espiritual y sobre todo conocedor del significado que tiene esta localidad en quienes somos seguidores de asuntos místicos.

Antes de dormir y mirando el cielo desde la ventana de la habitación que me fue asignada, me fumo un cigarrillo, no pienso en mi amanecer sino en lo que podría estar percibiendo y que mis sentidos tratan de captar en ese silencio de casi el amanecer.

Duermo, descanso y despierto en un instante, al menos eso fue para mí ese tiempo; al sueño lo suplantó la curiosidad de saber cómo se vería ese lugar con la luz solar. La rutina del levantarse cumplida en pocos minutos y salí al recorrido que mis ojos pidieron.

El paisaje andino tiene sus misteriosas formas,
así les llamen accidentes geográficos.
Nada más que el normal panorama andino, con una vista que se pierde en el infinito de un día despejado y en el camino los evidentes desórdenes geográficos, ni una sola parte de ese espectáculo hubo una repetición: nada era igual en esa identidad paisajística. A mi derecha, semi desnudo, el nevado Cayambe y a mi mente llegó el día de mi juventud en que pude caminar sobre él.

Eran como las 7 de la mañana y aun no cumplía mi ritual de cada día: tomar mi primer café en relax. Presentí que no lo haría. Otra vez equivocado.

Luego de mirar por unos instantes al Cayambe, giré mi cuerpo y mirada 180 grados, allí estaba el local que lo conocía solo por fotos y otras historias. La duda de inmediato ¿Estarán atendiendo? Y fui hasta allá para comprobarlo. En el trayecto vi una laguna y soñé: Si consigo ese café me lo vengo a tomar aquí, bajo estos árboles.

Así miré al Café de la vaca desde donde yo caminaba,
me hizo saber que no era un simple cliente.
Avancé hasta la entrada de El Café de la Vaca, no vi ninguna señal que me dijera “Abierto” pero seguí por aquel corredor despejado y de estilo rústico; una puerta sin seguridad, la empujé y entré. Caminé lentamente mirando a diestra y siniestra, grabando en mi memoria cada adorno que marcó cada uno de mis pasos y que me aseguraban que avanzaba.

Parecía que no había nadie, respiré el aroma del café. De pronto sentí miradas que se clavaron en mi presencia, fueron de humanos sorprendidos por mi presencia. El personal de servicio aun no esperaba a ningún cliente, los meseros nunca sintieron mi llegada; se repusieron casi de inmediato y me brindaron la mejor de las bienvenidas verbales. Yo estaba ya en la barra: "Buenos días ¿Será que me pueden vender un café?"

Lo pedí para llevar, el aroma se convirtió en el negro brebaje que llenó el blanco vaso térmico, puse un apenas de azúcar, lo removí, pagué y salí; fui hasta frente a la laguna. Busqué un buen sitio y me senté, bebí el primer trago de café en aquella mañana, estaba por fin en un lugar que nunca antes había estado.

Puse el vaso en piso, del bolsillo de mi chaqueta saque mi cajetilla, la fosforera y prendí mi primer cigarrillo del día; empezaba el ritual de las mañanas de pensar, de reflexionar, de grabar sensaciones y emociones.

Estar por primera vez en un sitio no es el simple hecho de llegar físicamente, sino también de mirar y escuchar lo que ocurre en ese sitio, de extraer del paisaje todas aquellas ideas que están allí revoloteando o, tal vez, de mirar y encontrar las soluciones que ese nuevo ambiente tiene para quien sepa descubrirlas.
Existen una mil maneras de leer mensajes,
saber lo que dicen las sombras de las ramas es una de ellas.


A la mitad de mis pensamientos en soledad llegó un señor, se presentó como cuidador y jardinero, como la persona que se encargaba que el escenario tenga su aire de ruralidad; le convide uno de mis cigarrillos y conversamos, me relató lo que ocurría con esa laguna y el agua que llegaba para alimentarla.

Por allí estuvo otra lección de vida que deja la naturaleza: cuando se está en incapacidad de resolver un problema, es mejor dejar que el agua fluya hasta que sea el momento oportuno de encausarla si fuera necesario; pero también, al mirar las formas del agua al desplazarse puede tener un efecto de iluminación frente a esos inconvenientes.

Como el tiempo no existe sino que es la comparación entre dos situaciones, acabado el café -el cigarrillo no era ya tal sino una simple colilla, de misteriosas sensaciones quedó llena mi mente- mi memoria grabó el paisaje que ahora relato.

Regreso a la frase de Dalai Lama: “Una vez al año, viaja a algún lugar en el que nunca hayas estado antes” y estoy seguro que también pudo referirse al descubrir nuevos significados de lugares en los que se llegó antes pero que nunca se recorrieron completos porque jamás se estuvo preparado para entender los mensajes que están libres y ocultos.


Sí, hay que estar preparado para observar lo que se cree que ya se conoce, por eso esta historia tiene una segunda parte, fue cuando me transportaron hasta otro increíble sitio, allí mismo, en ese espacio llamado “El Café de la Vaca”.


Cuando el Sol se encontraba a media altura del día, apareció mi anfitriona, desayunamos juntos, platicamos de una y mil cosas. El día no terminada para conocer en ese mismo sitio otro maravilloso lugar de piedra y árboles.

A pocos metros del local, tras unos eucaliptos y otras plantas, estaba uno de los lugares que me impresionó: una pequeña plaza de piso de piedra y en el centro una mesa hecha de dos rocas que encajaban sólidamente. Todo rodeado de árboles.

A simple vista pareciesen dos imples piedras: una encima
de a otra, pero cuando se las acaricia se sabe que no.

Cuando estuvimos en esa especie de templo, pude imaginar a los druidas en una de sus reuniones –según  cuentan algunas historias– válido para quienes de alguna manera creemos en que el cuerpo es una especie de antena que capta las energías de la naturaleza.


Recorrí el lugar palpando las piedras y los árboles, como si quisiese transferencia de fuerzas para visualizar lo evidente en ese otro mundo de las obligaciones urbanas, de luchas intestinas entre humanos, de gente que abandonó la buena vecindad; esas fuerzas que me permitan salir airoso cada día, que me sostengan para seguir siendo un sobreviviente.

Mi primera estadía en El Café de la Vaca termina de la mejor manera y al alejarme nada de añoranza, solo un gracias para mi anfitriona que me condujo a ese lugar que nunca conocí y que estaba en medio de un espacio no incógnito para mí.

El café se acaba por instantes y los plazos se cumplen, pero cada día hay uno de nuevo de los dos.

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