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28 de enero de 2020

Amores públicos, odios secretos (1998)


Mi amigo y colega Federico Jannen, tuvo la gentileza de entregarme un artículo mío publicado en el diario Metropolitano en la edición impresa del domingo 4 de octubre de 1998. Personalmente había olvidado lo mencionado en dicho documento.
Como parte de mis nuevos registros y de la historia de mis publicaciones, transcribí dicho comentario y pongo a consideración bajo el titular: "Amores públicos, odios secretos

La gran cantidad de cosas que pasan en nuestra vida, generalmente cruzan sin que nos percatemos que existen. Dos de ellas son los amores profundos y las acciones que han socorrido nuestra existencia.
Tratar el tema del amor es tan largo y tan extenso como la cantidad de personas que existe en este planeta y a pesar de los estudios, estadísticas, análisis, evaluaciones y una retafila de argumentos, la posición del amor es difícil de circunscribir, así que mejor es dejarlo así.
Pero las maniobras que se realizan alrededor de nuestra vida sí se pueden cuantificar y hasta cualificar; cuando esto sucede guardamos resentimientos y los hacemos públicos o las apreciamos en secreto. Eso es una regla.
Sin embargo, no toda regla sirve para aplicarla en todo momento o hay algo o alguien que no la cumple; existe un amor que lo pregonamos –casi con vergüenza–, pero interiormente nos rumiamos las huella que deja. Y está en nuestro barrio.
A nombrar a un barrio no me refiero solamente al sitio, sino a lo que implica compartir con los vecinos: sus angustias, sus alegrías y todas esas cosas que ya se han dicho.
Buenos días vecino –se escuchaba decir en tono amable–, mire que estamos a fin de mes y… mientras se desespera dando explicaciones, su interlocutor continúa con sus habituales tareas: limpia por aquí y por allá, pone en su sitio algún producto.
Así que vecino, ¿puede o no? Termina diciendo el afligido ser humano, con las esperanzas puestas en otro ser humano que conoce su vida y que tiene en sus manos el poder de solventarle una necesidad; pero que no es ni burócrata, ni empleado, ni político, ni siquiera está encumbrado en el Gobierno de turno.
Es un empresario que no descansa ni sábado ni domingo, en las noches, generalmente, atiende en su negocio. Es el salvador de los que viven en el barrio. Todos, de una u otra manera, creemos en sus apuntes. Se trata del tendero.
En esta sociedad de crédito, en que los sueldos no alcanzan para satisfacer todas nuestras necesidades, nos vemos obligados a acogernos a los fíos en las tiendas. Hasta ahí el amor.
Buenas noches vecino –la misma voz pero con emoción– como ya nos pagaron vengo a ver cuánto le debo…, gran cantidad de números se juntan a una lista de productos y al final la cuenta.
El tendero, a diferencia de cualquier otro comerciante, simplemente fía sin pedir nada que sirva como prenda, ni cheques, ni joyas, ni ningún otro valor, para él simplemente es suficiente que se trate de un vecino.
Pero en lo que sí se al resto de vendedores es que trabaja para ganar dinero y por supuesto, los precios en una tienda de barrio son más altos que en otro supermercado, no obstante en estos no hay crédito.
Quienes fiamos en una tienda no siempre pagamos el precio justo pero a cambio estamos seguros de que el “vecino” jamás nos dejará morir de hambre ni de sed y hasta nos presta plata en efectivo; aun así, luego de pagarle y de que nos damos cuenta que casi la mitad de nuestro sueldo se ha quedado en aquel negocio, en nuestros adentros le abominamos por habernos cobrado tan caro. Esos son los verdaderos amores públicos que terminan en odios secretos.