Mi amigo y colega Federico Jannen, tuvo la gentileza de entregarme un artículo mío publicado en el diario Metropolitano en la edición impresa del domingo 4 de octubre de 1998. Personalmente había olvidado lo mencionado en dicho documento.
Como parte de mis nuevos registros y de la historia de mis publicaciones, transcribí dicho comentario y pongo a consideración bajo el titular: "Amores públicos, odios secretos"
La gran cantidad de cosas que
pasan en nuestra vida, generalmente cruzan sin que nos percatemos que existen.
Dos de ellas son los amores profundos y las acciones que han socorrido nuestra
existencia.
Tratar el tema del amor es tan
largo y tan extenso como la cantidad de personas que existe en este planeta y a
pesar de los estudios, estadísticas, análisis, evaluaciones y una retafila de
argumentos, la posición del amor es difícil de circunscribir, así que mejor es
dejarlo así.
Pero las maniobras que se
realizan alrededor de nuestra vida sí se pueden cuantificar y hasta cualificar;
cuando esto sucede guardamos resentimientos y los hacemos públicos o las
apreciamos en secreto. Eso es una regla.
Sin embargo, no toda regla sirve
para aplicarla en todo momento o hay algo o alguien que no la cumple; existe un
amor que lo pregonamos –casi con vergüenza–, pero interiormente nos rumiamos
las huella que deja. Y está en nuestro barrio.
A nombrar a un barrio no me
refiero solamente al sitio, sino a lo que implica compartir con los vecinos:
sus angustias, sus alegrías y todas esas cosas que ya se han dicho.
Buenos días vecino –se escuchaba
decir en tono amable–, mire que estamos a fin de mes y… mientras se desespera
dando explicaciones, su interlocutor continúa con sus habituales tareas: limpia
por aquí y por allá, pone en su sitio algún producto.
Así que vecino, ¿puede o no? Termina
diciendo el afligido ser humano, con las esperanzas puestas en otro ser humano
que conoce su vida y que tiene en sus manos el poder de solventarle una
necesidad; pero que no es ni burócrata, ni empleado, ni político, ni siquiera
está encumbrado en el Gobierno de turno.
Es un empresario que no descansa
ni sábado ni domingo, en las noches, generalmente, atiende en su negocio. Es el
salvador de los que viven en el barrio. Todos, de una u otra manera, creemos en
sus apuntes. Se trata del tendero.
En esta sociedad de crédito, en
que los sueldos no alcanzan para satisfacer todas nuestras necesidades, nos
vemos obligados a acogernos a los fíos en las tiendas. Hasta ahí el amor.
Buenas noches vecino –la misma
voz pero con emoción– como ya nos pagaron vengo a ver cuánto le debo…, gran
cantidad de números se juntan a una lista de productos y al final la cuenta.
El tendero, a diferencia de
cualquier otro comerciante, simplemente fía sin pedir nada que sirva como
prenda, ni cheques, ni joyas, ni ningún otro valor, para él simplemente es
suficiente que se trate de un vecino.
Pero en lo que sí se al resto de
vendedores es que trabaja para ganar dinero y por supuesto, los precios en una
tienda de barrio son más altos que en otro supermercado, no obstante en estos
no hay crédito.
Quienes fiamos en una tienda no
siempre pagamos el precio justo pero a cambio estamos seguros de que el “vecino”
jamás nos dejará morir de hambre ni de sed y hasta nos presta plata en
efectivo; aun así, luego de pagarle y de que nos damos cuenta que casi la mitad
de nuestro sueldo se ha quedado en aquel negocio, en nuestros adentros le
abominamos por habernos cobrado tan caro. Esos son los verdaderos amores
públicos que terminan en odios secretos.
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