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11 de julio de 2008

Evidencias del terrorismo mediático

Portada de la novela política de ficción
distópica, escrita por George Orwell
Conocer los entretelones del ejercicio periodístico y en especial de la comunicación social implica poner sobre la mesa de discusión algunos temas que tratan de esconderse o de ser ocultados. 

Por lo que sostengo que sigue siendo necesario iniciar un proceso de deconstrucción del periodismo, para no dejarlo que se sustente en bases endebles y sin reforzar. Pienso que en ocasiones los especialistas en periodismo sustentan sus ideas y propuestas en aspectos extremadamente subjetivos y líricos, dejando de lado las circunstancias reales del ejercicio profesional, como es la parte de conocer las motivaciones profesionales y sus consecuencias sociales. 

Estos comentarios los hago luego que tuve la oportunidad de leer con detenimiento una ponencia de María Eugenia Garcés, con el tema Terrorismo Mediático; tema bastante interesante y que intenta desnudar alguna de las tantas verdades existentes tras la inmensa cantidad de información pública que no da opción a la defensa. 

Conocí a María Eugenia Garcés cuando se posesionó como Vicepresidenta de la Federación Nacional de Periodistas del Ecuador y a partir de allí hemos mantenido interesantes conversaciones sobre temas variados sobre comunicación y su aporte al desarrollo social. 

Ella vive en Quito y yo en Portoviejo. Y es así que María Eugenia compartió su ponencia conmigo y hoy, con autorización de ella, me permito poner a consideración de mis lectores esas palabras, que ya no son de ella ni mías, sino de cada uno de quienes se han dado el tiempo para revisar el mencionado escrito. A continuación su ponencia textual sobre terrorismo mediático:

Luis Britto García, autor venezolano sostiene que “la comunicación es un arma, la única que pretende actuar por encima de toda norma: el terrorismo mediático es la única contienda en la que se supone que el agredido no tiene derecho a la legítima defensa.” 

Contradictoriamente, mientras más avances se evidencian en todos los aspectos que son parte de la vida humana, se perfeccionan los mecanismos que atentan contra sus propias bases de existencia. De igual manera, en relación inversa, mientras más se reconocen los derechos humanos, se multiplican los mecanismos para atentar contra ellos. 

Mientras la comunicación que es parte de la vida humana, y elemento fundamental para la existencia de sujetos sociales, está siendo reconocida como un derecho que además por su propia esencia se convierte en la base del ejercicio de los demás derechos; la tecnología de información y comunicación, ha transformado este derecho a tal punto de convertirse en uno de los elementos limitantes del ejercicio del derecho a la comunicación y por lo tanto del ejercicio de los demás derechos individuales y colectivos. 

Los medios de comunicación han entrado en el juego hegemónico del poder; haciendo posible la dominación, la exclusión, la sustentación de una sociedad donde se hacen extensivos y extensibles los derechos de unos pocos frente a las limitaciones, a las carencias y a las necesidades de las mayorías; convirtiéndose en la maquinaria propagandística de un sistema caracterizado por la inequidad, la pobreza, la violencia social y por qué no decirlo, la miseria humana. 

Estas maquinarias propagandísticas que, a través de su capacidad de extensión de los mensajes, proscriben como terroristas a todos los que se oponen a su poder o a los poderes que los sustentan o a los que ellos sustentan, y de esta manera acallan la legitimidad de cualquier voz disidente que es capaz de levantarse contra ellos; estos medios que tienen la capacidad de victimizar al verdugo, cambiando los papeles, creando el imaginario de que todo aquel que se opone a la opresión atenta contra la sociedad, saneando la imagen de los poderes terroristas que atentan contra la población, son armas del terrorismo que asientan los fundamentalismos; “dominación por el terror”, como define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua a la palabra terrorismo. 

Los avances de las tecnologías de información y comunicación, lejos de sustentar los principios emancipadores que enmarcan a la comunicación, lejos de asumir a la comunicación como un elemento de transformación de las sociedades, se han convertido en opresoras al servicio de un sistema opresor y violentador de los derechos. 

La burbuja de poder detrás de la cual se parapetan, originando un falso imaginario que los ubica sobre el bien y el mal, que pretende manejar verdades absolutas, que los erigen en vigilantes del cumplimiento de las normas sociales, escondidas en valores que sustentan sus propios intereses, generando sociedades inmóviles, incapaces de acción, de reacción, de subversión; actores incapaces de actuar, a los que se minimiza, desvaloriza y finalmente esclaviza. 

Cuántas veces en los medios de comunicación hemos escuchado frases como la política para los políticos, la economía para los economistas, las leyes para los abogados y la comunicación para los comunicadores. ¿Donde quedaron entonces las millones de personas capaces de hablar, escuchar, analizar, criticar, asentir o disentir? ese derecho, es otorgado por los medios a sus actores privilegiados, que son convertidos por ellos mismos en figuras públicas a través de sus ondas que se extienden a lo largo y ancho de nuestros países, a aquellos privilegiados que son erigidos en los únicos líderes válidos, aniquilando la voz, la opinión, el pensamiento y la crítica de la mayoría. 

Esta es una clase de terrorismo, más sutil, menos evidente pero igual de perverso que las armas; que atenta contra los derechos tanto como las guerras, las bombas, la represión de los Estados o el uso de las armas químicas. 

El uso del lenguaje, la imagen y el discurso, que a través de la programación que se exhibe, o los textos construidos en los medios impresos, establece la parafernalia en donde se construye una verdad única, una sola mirada válida, no importa si ello implica falsear la realidad y manipular los hechos para ejercer una inclemente violencia simbólica sobre los sujetos, que terminan siendo los objetivos y en definitiva los objetos de la coacción mediática, eso es terrorismo. 

A través de los medios de comunicación se santifican flagrantes violaciones a principios fundamentales, muchos de ellos relacionados con la propia comunicación, como son el derecho a la comunicación misma; el derecho a la libertad de expresión y de opinión; el derecho a la información; el derecho al acceso y uso de las tecnologías de información y comunicación; a contar con medios de comunicación libres; a la democratización de los medios, entre otros. 

Paralelamente se atenta contra la dignidad, la privacidad, el respeto; y, además, a través de ello se socavan las posibilidades de la construcción de sociedades democráticas, incluyentes, participativas, respetuosas y equitativas. Al excluir de la comunicación a sus verdaderos actores, es decir a los propios seres humanos que la ejercen en la libertad de la cotidianidad; al desconocerla como un acto que fundamenta la existencia de las sociedades, que permite la participación de los ciudadanos y ciudadanas en la construcción social; se está anulando la posibilidad de que la población asuma la responsabilidad sobre su destino, de que se involucren en las decisiones que les afecta convirtiéndolos en simples objetos pasivos- receptores de las políticas y de las decisiones que les son impuestas. 

A través de estos mecanismos anula su acción política e invalida sus percepciones, sus conocimientos, lo que cree, lo que siente, lo que anhela. Convierte a la población en un cúmulo de individuos aislados, cuyo único destino y futuro es la sobrevivencia, lo que a su vez los sume en la inercia, en la anomia y los hace incapaces de emanciparse y buscar en colectivo sus propios destinos y construir su futuro. 

Al erigirse los medios en los guardianes de la “libertad de expresión”, derecho humano fundamental y sustento de sociedades democráticas, resguardan para sí ese derecho y se lo niegan al resto de la población, que ve limitada su expresión a las esferas de lo privado, sin que sus pensamientos, ideas, opiniones, necesidades, puedan ponerse en el escenario de lo público. Le impiden a la población debatir sobre los intereses públicos y, por el contrario, se convierten en el escenario para el debate público de los intereses privados a los que colectivizan y ubican como trascendentales. 

De igual manera criminalizan la pobreza, al espectacularizar la vida privada de los estratos más pobres, de manera tal que el drama social que viven termina convirtiéndolos en la escoria social, aquello que hay que rechazar y evitar, provocando la exclusión y hasta el enfrentamiento entre las distintas clases sociales, a la vez que provoca la inacción frente a las injusticias. Estructura montajes que desvían las verdaderas razones de la miseria, ubicándola en la escena privada, culpando a los pobres de su pobreza y resaltando la valentía de los ricos, que han sido capaces de sostener y acrecentar su riqueza, pero nunca se habla de los desequilibrios sociales que genera el propio sistema, no se topa a los delincuentes de cuello blanco y tampoco se permite el fortalecimiento de los mecanismos de redistribución como mecanismos para generar mayores niveles de equidad; por el contrario, cada vez que alguien se arriesga a cuestionar las acciones de las grandes empresas o a proponer medidas para que cumplan con sus obligaciones sociales, se resguardan en una supuesta violación de los sagrados derechos y libertades. 

No es para nadie desconocido que las empresas de comunicación se escudan en “la libertad de expresión” para acrecentar su negocio, desconociendo y atentando contra el derecho a la “libertad de expresión” de la población, a la que no permiten de ninguna manera acceder a sus espacios, salvo para utilizarlos para sus fines económicos, comerciales y por qué no decirlo, políticos e ideológicos; o es que acaso Juan Pérez o María Maigua, han sido invitados alguna vez a participar con los genios de la comunicación, la política, la economía, la educación o la cultura en los medios de comunicación. Definitivamente no, salvo cuando les sirven como espectáculo a mostrar en la comedia mediática. Es en esta misma lógica en la que se mueve la información. 

El derecho a la información se ha convertido en el derecho que tienen los medios de comunicación a través de todo su aparataje, del que forman parte incluso profesionales de la comunicación, a decir lo que ellos deciden lo que debe decirse, de la manera que debe decirse, cuando debe decirse, para que decirse y a quien decirse, pero siempre bajo una lectura sesgada que es la suya; que por supuesto, está mediada por sus experiencias y sobre todo, para sus intereses. 

La descontextualización y la mercantilización de la información se convierten en las armas que permiten a los medios de comunicación proteger sus negocios y el sistema del que lucran. En él no importan ni los derechos de los otros, ni el servicio público que son, ni el bien común al que se deben. De esta manera, la información se convierte en el mecanismo a través del cual se ponen en la agenda nacional los intereses privados. Para evidenciar esto, basta con hacer un acercamiento al tratamiento informativo que se ha dado a los temas de la Asamblea Nacional Constituyente, marcada por el espectáculo, lejos de los debates serios que sin duda han existido en su seno; generando incertidumbre, desconcierto, y hasta una reacción negativa frente al trabajo que en ella se está cumpliendo. 

La comunicación en nuestros países es parte del sistema de mercado: responde a su lógica, lo sustenta y lo resguarda. Frente a este escenario, tenemos una propuesta distinta, una comprensión divergente y una práctica de insurrección. 

Nuestras sociedades han encontrado los caminos para la resistencia pasiva, la respuesta insurgente, para el reclamo, demostrada en la cada vez más baja credibilidad de los medios de comunicación y la demanda cada vez mayor de participación en la acción pública. Dentro de estas demandas ha sido evidente el reclamo de la democratización de la comunicación, que implica que ella no está circunscrita solamente a los medios, sino la comprensión de que existe en todos los espacios y formas de interacción de las personas y colectivos, que deben ser reconocidos y respetados, para hacer posible el diálogo, el debate, la participación y el consenso, en el contexto de una dinámica democrática e incluyente. 

Esta democratización pasa también por los medios de comunicación, de quienes se ha pedido que abran sus espacios a la pluralidad, que incluyan la diversidad de voces, de pensamientos, de comprensiones y sobre todo que cumplan su función social con ética y responsabilidad; pero también pasa por la garantía del acceso universal y abierto a las tecnologías de información y comunicación; el acceso en condiciones de igualdad, transparencia y equidad a las frecuencias radioeléctricas y a las bandas libres del espacio electromagnético para que las personas, las organizaciones, los pueblos y las nacionalidades puedan tener los espacios desde donde se proyecten públicamente. 

Pero también pasa por la participación ciudadana en el control social de los contenidos de los medios de comunicación, siempre y cuando no impliquen censura previa; y también por el cumplimiento irrestricto de la cláusula de conciencia para toda la ciudadanía; el secreto profesional y la reserva de fuente, que garantiza el ejercicio ético de los profesionales de la comunicación. Y sobre todo se verifica en la existencia de políticas públicas, construidas de manera participativa, que se lleven a la práctica a través de sistemas de comunicación que garanticen el ejercicio y vigencia del derecho a la comunicación y el control de cualquier mecanismo que atente contra él. 

Sin duda, el derecho a la comunicación, se convierte entonces en una propuesta insurgente, emancipadora y libertaria de los pueblos de América Latina.

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